Lo Absurdo de la Paridad

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Cuando la Ley del Género Silencia la Igualdad Real

Región de Opinión – Por Mtro. Juan Luis Garay Puente

En el encuentro del progreso social y la legislación electoral, emerge a veces una rareza que, si bien nace de la intención de corregir desequilibrios históricos, puede terminar generando sus propios sinsabores en la democracia: por ejemplo la imposición rígida de candidatos a presidentes municipales de un solo género, ya sean puramente masculinos o puramente femeninas, en una era que clama por la igualdad y la representación diversa.

La lucha por la paridad de género en la política es una causa necesaria y noble. Durante siglos, los espacios de poder fueron casi exclusivos para los hombres, marginando sistemáticamente a las mujeres. Las cuotas de género y, posteriormente, los mandatos de paridad, han sido instrumentos cruciales para forzar la apertura de estos espacios. Sin embargo, ¿qué sucede cuando la herramienta legal, en su afán de ser equitativa en número, se vuelve tan categórica que anula la libre elección de un pueblo o el mérito y la idoneidad de un individuo, solo por su sexo biológico?

Imaginemos un pueblo, una comunidad vibrante y compleja, obligada por una norma superior a elegir a su gobernante a través de una “planilla ” encabezada única y exclusivamente por un hombre o, al contrario, por una mujer como se prevee sea el caso de Autlán.

Si el mandato es que los candidatos a presidentes sean solo hombres, el contraste es obvio y doloroso: se revierte al statu quo que tanto costó combatir. Se envía el mensaje de que, por más mujeres preparadas, capaces y con liderazgo que existan en la comunidad, la ley no les permite siquiera postularse. Se perpetúa la frustración histórica bajo un nuevo disfraz legalista.

Si el mandato es de solo mujeres, el contraste, aunque menos evidente a primera vista, puede ser igualmente corrosivo. Aunque se celebra la visibilidad femenina, se desplaza automáticamente a todos los hombres capaces, incluyendo aquellos que han sido genuinos aliados de la paridad y que cuentan con el respaldo popular. La igualdad, irónicamente, se logra mediante una exclusión total basada en el género, lo que provoca una polarización innecesaria y alimenta el resentimiento.

La igualdad real y moderna no debe buscar solo la igualdad de resultados numéricos, sino la igualdad de oportunidades. Cuando una ley obliga a una candidatura de género único, el debate se desplaza del “¿Quién es el mejor para el puesto?” al “¿Quién cumple el requisito de género?”. Se corre el riesgo de que el criterio primordial de selección sea el sexo y no la probada capacidad, experiencia o visión de la candidata o el candidato. La ciudadanía, que busca soluciones a problemas reales de infraestructura, economía o seguridad por citar algunos se encuentra con un proceso de selección artificialmente limitado.

Desde mi opinión y por mi formación considero que los pueblos son una amalgama de voces, edades, profesiones, identidades y visiones. Una candidatura puramente masculina o puramente femenina anula la riqueza del contraste inherente a la condición humana. ¿Dónde queda el valor de la perspectiva masculina en temas de paternidad o seguridad? ¿Y la visión femenina en infraestructura o desarrollo económico, si la única opción es la opuesta? La paridad malentendida reduce la complejidad de la representación a una simple dicotomía binaria, ignorando otras formas cruciales de diversidad.

La legislación que busca la paridad es esencial, pero debe ser inteligente y flexible. El objetivo último no es llenar una cuota, sino garantizar que ambos géneros tengan las mismas posibilidades de acceso, permitiendo a la ciudadanía, en última instancia, elegir libremente entre las mejores opciones disponibles, sin restricciones basadas en el sexo.

La verdadera igualdad de género es aquella que nos permite ver un listado de candidaturas donde la mezcla de hombres y mujeres es el resultado natural de una sociedad que ofrece oportunidades a todos, y donde el pueblo selecciona a sus líderes basado en la capacidad, la integridad y el compromiso, y no en la estricta observancia de una regla de género único. La paradoja de la paridad es la lección de que, a veces, la herramienta más rígida para lograr la igualdad termina siendo su más inesperado obstáculo.

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