Abel Pérez Zamorano, catedrático e investigador de la Universidad Autónoma de Chapingo
El pasado martes tuve la oportunidad de participar en la presentación del libro Ignacio Manuel Altamirano: obra política y literaria, publicado por la Cámara de Diputados, como iniciativa del doctor Brasil Acosta Peña, diputado federal, integrante del Consejo Editorial, y compilador de la obra en cuestión; un trabajo de divulgación de gran valía, que indudablemente aportará mucho a la conciencia social. Comparto aquí algunas ideas de lo que expuse con motivo del evento.
Recordemos primero que Altamirano vivió en la época de la Reforma y la invasión francesa (llamada eufemísticamente “intervención”), y fue protagonista de primer orden en aquellas gestas. El capitalismo emergente, representado políticamente por el liberalismo y los hombres de la Reforma, enfrentaba a la aristocracia terrateniente y al conservadurismo feudal, en el campo de batalla, en el terreno económico y en la arena político-ideológica, contra la superestructura heredada desde la Colonia, que frenaba el desarrollo capitalista. A esa tarea se agregaba la defensa de la patria contra la invasión extranjera y el Imperio de Maximiliano. Ya desde Valentín Gómez Farías en 1833, e incluso antes, el capitalismo pugnaba por abrirse paso, en etapa temprana todavía.
Y como dijo Federico Engels, cuando los pueblos necesitan cambiar, en sus momentos álgidos de transformación, crean a los hombres que hagan posible ese cambio. En nuestro caso, uno de los más conspicuos fue Altamirano, a la vez producto y causa de su época; integrante de la pléyade de grandes hombres de la Reforma, junto con Ignacio Ramírez (su maestro), Benito Juárez, Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, don Santos Degollado, Leandro Valle y tantos otros.
Luis González Obregón, biógrafo de Altamirano, consigna que este último nació en 1834 en Tixtla, hoy estado de Guerrero, y murió en 1893. Indígena de pura cepa: aprendió a hablar español a los 14 años. Inició sus estudios en 1849 en el Instituto Literario de Toluca, donde conoció a don Ignacio Ramírez, a quien siempre consideró su maestro. Cuando, tiempo después, siendo alumno en el Colegio de Letrán, estalló la revolución de Ayutla, 1854, encabezada por don Juan Álvarez, sin pensarla dos veces, Altamirano interrumpió sus estudios, se enroló y fue nombrado secretario del caudillo. Fue, pues, un joven estudiante que no titubeó en anteponer su deber y sus convicciones; posteriormente retomaría sus estudios y culminaría su carrera de abogado. Y la interrupción no desmereció para nada su formación.
Políglota, hablaba, además de español, latín, francés y el náhuatl, su lengua materna. Era un líder de amplia cultura, ejemplo de los que hoy México necesita. Fue asimismo orador elocuente, y temido. Era llamado “el Marat de los puros”, un verdadero jacobino –como nos recuerda Francisco Sosa–, por su exaltación al combatir a la reacción en la tribuna con gran vehemencia y argumentación demoledora. Célebre es su discurso “Contra la amnistía”, pronunciado ante el Congreso de la Unión el 10 de julio de 1861, a la edad de 27 años.
Intensa fue su labor periodística en defensa de la causa liberal y patriótica y contra el régimen dominante. De afilada y elegante prosa, empleó la palabra escrita como arma. Unió su pluma a la de otros insignes intelectuales de la Reforma: junto con Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto fundó el periódico El Correo de México. Dice al respecto González Obregón: “En Guerrero publicó El Eco de la Reforma y La Voz del Pueblo. Después del Correo de México fundó El Federalista con Manuel Payno; en 1875 La Tribuna, y después La República […] además, un semanario de bellas letras, El Renacimiento (1869) …”. Fue secretario y vicepresidente de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Es en esto también ejemplo digno de emulación, en el México de hoy, tan necesitado de conciencia, engañado por falsos redentores y farsantes de la política entronizados en el gobierno.
Manejó magistralmente la palabra escrita para crear conciencia social, algo necesario hasta la fecha en estos tiempos de ignorancia, fanatismo y decaimiento moral. Citemos de paso, permítaseme la digresión, solo como ejemplo de esta apremiante necesidad, lo siguiente. “En nuestro país, cada dos horas se registra un suicidio en la población entre 15 y 29 años de edad […] para 2029 se calcula que el suicidio sea la segunda causa de muerte para este grupo de edad” (Zoé Robledo, director general del IMSS, Excelsior, 20 de septiembre). He aquí el saldo de los programas de “apoyo” a los jóvenes, quienes, supuestamente, viven más felices.
¡Cuán necesario es llevar al pueblo ideas, propuestas de futuro que abran nuevos horizontes! ¡Y qué admirable ejemplo el de Altamirano, que orientaba, estimulaba y encabezaba al pueblo en la lucha por un mundo mejor! La tarea sigue igualmente obligada para acabar con la dura situación que lacera a este pueblo, adormecido con sueños de opio y ficciones de cambio.
Pero volvamos a nuestro personaje. Altamirano fue también destacado profesor –como registra González Obregón–, de Derecho Administrativo en la Escuela Nacional de Comercio; de Historia General y de México y de Historia de la Filosofía, en la Escuela Preparatoria y en la Escuela de Jurisprudencia; de Lectura Superior e Historia Universal y Patria en la Escuela Normal. Pero como ya hemos visto, no se encerró en la torre de marfil de la academia: fue luchador social y político activo. Participó en hechos de armas en el sur durante la Guerra de Reforma, y el presidente Juárez le otorgó el grado de coronel en 1865, en la lucha contra la invasión francesa. Al paso de los años desempeñó varios cargos gubernamentales y fue diputado al décimo Congreso de la Unión.
A Altamirano no le distinguen solo sus prendas intelectuales. Fue hombre de pluma y espada, político activo y hombre de letras, considerado como el padre de la novela mexicana moderna: en su creación literaria destacan Clemencia (1869), Navidad en las montañas (1871), y El Zarco, presentado en 1886 y publicado en 1900, con prólogo del campechano Francisco Sosa, quien, afirma que, entre 1867 y 1889 Altamirano fue “el adalid más famoso de las letras patrias”. En sus novelas hace gala no solo de una atrayente narrativa y un sabroso estilo literario, sino de una profunda sensibilidad social.
A título de ejemplo refiero aquí algo de su conocida obra El Zarco (el famoso líder de Los Plateados, en la región de Yautepec), donde aborda el tema de los bandidos, fenómeno político social característico de las postrimerías del feudalismo mexicano, a finales del siglo XIX y principios del XX. Dice: “pero ya en ese tiempo, al favor de la guerra civil, se había desatado en la tierra fría cercana a México una nube de bandidos que no tardó en invadir las ricas comarcas de la tierra caliente […] Era el año de 1861, y organizados los bandoleros en grandes partidas, perseguidos a veces por las tropas del gobierno…”.
Y se indigna ante la injusticia social: “Entretanto, nadie hace caso de los robos, de los asaltos, de los asesinatos que se cometen diariamente en este rumbo, porque las víctimas son infelices que no tienen nombre, ni nada que llame la atención”. Un reclamo de total actualidad en los tiempos que corren, con una criminalidad desatada y un gobierno cómplice que no hace justicia a las víctimas pobres, pero sí castiga duramente a quien dañe a un rico, a un poderoso, a un extranjero. Y muestra Altamirano su pesar por los que sufren: “Aún se escuchaba el ruido de las máquinas y el rumor lejano de los trabajadores y el canto melancólico con que los pobres mulatos, a semejanza de sus abuelos los esclavos, entretienen sus fatigas o dan fin a sus tareas del día”. Le dolía la pobreza de aquellos infelices, nietos de esclavos, cuya explotación, después de generaciones, aún perdura como moderna esclavitud asalariada; terminar con ella es tarea de nuestro tiempo y, para alcanzarla tenemos en el insigne guerrerense un ejemplo digno de ser emulado.